jueves, 12 de noviembre de 2015

(2) Aldeas con mucha historia

Comodamente instalados en Guarda, cuya catedral, en la imagen superior, solo vimos por fuera (los algo menos de tres días que estuvimos allí los pasamos recorriendo las aldeas históricas), nos organizamos para hacer una ruta sensata por la zona. A todos nos teníamos tiempo de ir y compensaba llevar un itinerario lógico para no dejarnos atrás las más interesantes.


Digo lo de cómodos porque en el camping municipal teníamos agua sin limitaciones, acceso a conexión eléctrica y baños. Sin embargo, sus instalaciones nos parecieron manifiestamente mejorables, a pesar del entorno arbolado tan agradable. 

Cada mañana salíamos como los caracoles, con la casa a cuestas, y por la noche aparcábamos siempre estilo caravana, haciendo un círculo, lo que no era sencillo con los árboles del cámping. No llegamos a entender el interés en que rellenáramos una encuesta valorando el recinto ya que, llegado el momento, forzosamente dijimos lo que pensábamos: entorno guay, servicios discretos.


Era noviembre y hacía buen tiempo. Esto nos permitió todos los días desayunar al aire libre junto a las caravanas.



Tan buenos días teníamos que al salir para la primera aldea, Marialva, nos contrarió una niebla intensa, que afortunadamente solo se mantuvo unas horas. 



Al llegar a esta primera aldea histórica cometimos el error de estacionar lejos las autocaravanas. Bueno, el error fue más bien de la paisana que así nos lo aconsejó. Después tuvimos que andar andar un buen rato y no era lo más conveniente con el tiempo justo.


Siguiendo con nuestra tradición gafe, en esta villa era día feriado (San Martiño) por lo que todo estaba cerrado, castillo incluido. Pese a ello dimos una buena vuelta.


En la zona monumental estaban colocando nuevo adoquinado, una labor en la que los portugueses son verdaderos expertos.


El castillo, pues, no pudimos verlo y nos conformamos con curiosear unas enormes y chulas casas rurales de sus alrededores.


Tras ello nos dirigimos a la siguiente aldea, Castelo Rodrigo.




Aquí llegamos ya con un sol radiante y, escarmentados, llevamos los vehículos hasta una zona muy próxima al castillo. 


El pueblo, donde luego comeríamos, está un kilómetro abajo y no era cosa de volver a subir una larga cuesta y perder tiempo con el paseo, aunque el día lo pedía a gritos.


La antigua fortificación está bien conservada, como diría Mariano R., salvo algunas cosas, concretamente lo que está en ruinas y destruido.


Pero todo ordenado, con la práctica totalidad de las casas perfectamente mantenidas.


Incluido este impresionante pelouro, las antiguas columnas de piedra junto a las que se castigaba a los criminales. Veríamos más.




La fortificación fue creada por Alfonso IX de León, quien reconquistó este territorio a los musulmanes y construyó una serie de fortificaciones junto al río Côa, que en siglos posteriores fueron escenario de sucesivas luchas y conquistas.


Ese pasado y la acción del tiempo, y seguramente los hombres, ha tenido como consecuencia que el castillo esté evidentemente afectado.


Situado en el cogollo de la parte amurallada, lo tiene cerrado y hay que visitarlo como museo, aunque la entrada era baratita.


En el pueblo hay una tienda de productos de la zona y delicatesen (almendras, aceites, vinos, mermeladas) en la que echamos un buen rato. Bien montada con atractivos productos.


De aquí, una vez degustado un menú del día excelente, abundantísimo y a un precio irrisorio, en el restaurante A Cerca, salimos para Almeida.



Se trata de una fortificación diferente, mucho más moderna y casi idéntica a la existente en nuestra vecina Valença do Minho.


Aparcamos fuera de la villa (en la foto superior se intuyen las defensas militares en la lejanía) y nos dirigimos a un pueblo construido por ingenieros militares en los siglos XVII y XVIII que se mantiene perfectamente conservado.


Las dimensiones de sus murallas en forma de estrella son enormes: 2,5 kilómetros de perímetro, con fosos de 12 metros de profundidad y en ocasiones 62 de anchura. Están además separados  unos cientos de metros de las viviendas en algunas zonas.


Al margen de su historia militar, el pueblo es atractivo, llanito y paseable.


Nos acordamos de una anuncio en el que se veía una fotografía de un paisano con un burro en una calle y decía Hora Punta en Óbidos.


En la imagen inferior, inconfundible, el camposanto.



En una de las paredes del cementerio alguien decidió recordar a los mortales eso, que lo son, con un curioso mensaje que podría traducirse por: «Tú, quien quiera que seas, mira como estoy yo, que ya fui como tú eres y tú serás como yo soy».

En los acesos a esta villa fortificada se aprecian sus dimensiones.


Y la magnífica conservación de una localidad que vivió momentos terribles durante la guerra de la independencia, que en Portugal se conoce como guerras peninsulares. En 1810 la sitiaron los franceses y pudieron conquistarla después de que un obús francés hiciera explotar el polvorín, lo que provocó una masacre (la muerte de 500 defensores) y la destrucción de una parte del pueblo.


Era ya casi de noche cuando salimos y, tras debatirlo, decidimos de regreso visitar una cuarta aldea, concretamente Castelo Mendo, ya que nada nos obligaba a volver pronto a Guarda.


Por tanto, al llegar a esta villa era ya noche cerrada.


El pueblo data del siglo XIII cuando lo mandó construir Sancho I.


Aquí se celebraba una feria medieval que se considera la primera oficial de Portugal. El espíritu comercial de sus vecinos debe de mantenerse, pues mientras subíamos a lo alto del pueblo una señora nos invitó a pasar a su casa para ofrecernos productos de todo tipo.


Tenía fruta, quesos, mermelada, aceites, dulces, fiambres, muchas cosas. Era una vendedora insistente y le compramos algunas cosas que tenía en esta especie de cocina garaje, aunque quizás no estuvimos finos. Al salir, rebobinando, llegamos a la conclusión de que los precios eran caros y la paisana una cutre de caray: pese a la compra nos escatimaba hasta bolsas de plástico para llevarnos los productos.


Anécdotas aparte, llegamos a la parte superior y contemplamos Castelo Mendo nocturno iluminado. No podemos ofrecer fotos, pero estuvimos en una pequeña meseta casi libre de edificaciones ahora que debió ser el cogollo defensivo. Había una pequeña iglesia acastillada y cerrada con restos a su alrededor que intuímos alumbrándonos con los móviles. La oscuridad era completa y disfrutamos del cielo estrellado.


Al día siguiente, la víspera del regreso, iniciamos nuestro tour histórico-aldeano acercándonos a Sortelha, que fue todo un descubrimiento. Es un sitio espectacular. Lo cierto es que tampoco íbamos del todo a ciegas en nuestro recorrido ya que además de consultar páginas en Internet una amiga nos había comentado las más interesantes.



No vimos un plano de Sortelha previamente, y de entrada no parece lo que realmente es. Primero encuentras una zona amurallada bastante normal, y a unos cientos de metros, aparece otra muralla.


Justo lo que se aprecia en la foto inferior.



Hacia allí nos dirigimos sin saber si merecía la pena.


Hubo que dar un rodeo para encontrar la puerta del murallón.


Una vez dentro comprobamos las tremendas dimensiones de la muralla (foto superior) y la existencia de un pueblo completo dentro magníficamente conservado. Hicimos un pausado recorrido y nos encantó.


El castillo fue mandado construir por Sancho II en 1228 y posteriormente hubo temblores que afectaron a sus murallas.


El pelouro también es monumental.



Recorrimos algunas tramos de su murallas y comprobamos que era un baluarte defensivo imponente.


Ah, y había una gran abundancia de población felina, aunque no fue el único sitio en el que lo observamos.






De Sortelha, a Monsanto, otra aldea espectacular, aunque en este caso el ascenso al castillo, situado en una cumbre muy pendiente, precisó un mayor esfuerzo. Al dominar una zona llana, la impresión es mayor.



Pero no hacen falta más explicaciones, en la foto inferior se aprecia perfectamente su estratégica ubicación.




Antes de iniciar el ascenso a la aldea de Monsanto resolvimos la comida del mediodía como si fuéramos usuarios del interrail (fiambre, fruta y tal en un ultramarinos) ya que no teníamos tiempo. Con los días calurosos que nos tocó en suerte no había ningún problema.


Una vista del pueblo  y la plaza donde comimos vista desde arriba.

Ya en Monsanto, recorrimos el pueblo.


Llaman la atención los enormes bolos graníticos que salpican el pueblo.



Cuenta la leyenda que en el siglo II a.c. los romanos sitiaron el castillo durante siete años, sin poder tomarlo. Al cabo de este tiempo, los lugareños los engañaron soltando ladera abajo una becerra cargada de cereal que supuestamente les sobraba. Desconcertados, levantaron el cerco. En recuerdo, cada 3 de mayo celebran la fiesta de las Cruces.



Como nos quedaba más o menos a mano, nos dirigimos a Idanha-a-vella para completar el circuito.



Ya comentamos que la población gatuna, casi siempre inactiva, nos acechaba.


Ahora mismo no cuenta más que con unos 60 vecinos, pero atesora un importante patrimonio fruto de una larga historia desde su fundación en el siglo I a.c. al encontrarse en la ruta de Mérida a Braga. Tras peripecias históricas abundantes, D. Afonso Henriques la donó a los templarios, que levantaron la torre del homenaje sobre un antiguo templo romano.


Para el visitante es menos espectacular que Sortelha, por ejemplo, pero su riqueza patrimonial es relevante. Tiene también un museo que algunos del grupo visitaron.


Tras ello regresamos a Guarda, donde volvimos a dar una vuelta nocturna antes de ir a cenar.


Nos recomendaron varios restaurantes, todos ellos tradicionales y situados en la misma calle.


Elegimos A Floresta y no fue un acierto. Nos tomaron el pelo con el bacalao para turistas inexpertos en el a ninguno nos tocó un lomo decente. Protestamos al final y nos pidieron disculpas diciendo que era una partida que había salido así y tal y cual, pero lo cierto es que pagamos el precio estipulado por unos platos deficientes.


Al día siguiente, viernes, era el día del regreso y optamos por parar a comer ya cerca de casa.


Fue la otra cara de la moneda. Comimos estupendamente en O Cunha, en San Martinho da Granda, una parroquia de Ponte de Lima. Cierto es que no íbamos a ciegas, nos lo había recomendado una amiga que acude con frecuencia desde Vigo. Tras ello, hicimos los últimos kilómetros hasta Gondomar para devolver las autocaravanas y poner fin a este periplo. Los vehículos llegaron intactos, afortunadamente, pese a nuestra falta de experiencia. Si repetimos, será otra cosa. Ya tendremos una idea, aunque somera, de lo que es viajar en autocaravana.